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no era otro que su gemelo, idéntico, igualito, y que no
había vuelto, a insistir, el mismo, sino que había llegado
el otro, de cuyo nombre no puedo acordarme.
De cumplir sueños
Cuando llegué a Bora Bora me senté en una palmera
caída y recapacité sobre la inmensa suerte que tenía de
estar allí, por miedo a mal acostumbrarme y no darle la
importancia debida a esos instantes de dicha genuina.
Tras la profunda reflexión llegó el momento de bucear
entre corales multicolores, ver como el pez globo se
hinchaba al verme llegar, y descubrir al pez piedra que
se pensaba camuflado. De nuevo aparecieron los tibu-
rones, pero ya los sentía mis “amigos”.
Llega el ocaso y la sombra oscura del volcán Otema-
nu se cierne sobre la isla. Los habitantes de la noche
despiertan de su letargo, y entonan su canto. Puedo
distinguir gracias a mis años en Filipinas a los tokos, o
salamandras cantarinas, los sapos, los grillos, y agudi-
zando el oído hasta alcanzo a escuchar el respirar de
las plantas y a las flores cerrándose para dormir.
El principio del mundo
Terminó la regata, pero no la aventura. El matrimonio
francés y yo volamos a Fakarava, en el archipiélago de
Tuamotu. La avioneta era de andar, más bien de vo-
lar por casa. Calculando las posibilidades de sobrevivir
al amerizaje, aparece por la ventanilla un atolón que
La omnipresencia del volcán Otemanu en Bora-Bora
LA VENTANA DE MANENA
Mi doble visión de los gemelos polinesios
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